Modesto piensa en su vida. Se ha sentado en una mesa, al lado de la ventana, y ha pedido una botella de agua mineral con gas en lugar del café de todas las mañanas. Cuando Modesto renuncia al café es que no tiene un buen día, o que en su paladar resucita la amargura de una vida entera, ese regusto sofocante, arenoso, que no cede a la aparente alegría de un tumulto de burbujas insípidas. Modesto se resigna, aparta el vaso, piensa en su vida.
No es una tarea fácil, porque su primera memoria es como un rompecabezas al que le faltan piezas. Él no tiene recuerdos infantiles de su padre, tampoco de su madre antes de los seis años. Más allá, sólo recuerda a su abuela, que siempre iba vestida de negro en casa, pero se ponía vestidos de colores para llevarle a los comedores del Auxilio Social. Ahora se estremece al recordar aquel luto prohibido, secreto, clandestino, pero entonces le parecía normal. Bastantes problemas tenemos ya, decía su abuela, y él, que no entendía nada excepto eso, que les sobraban los problemas, ni siquiera se atrevía a preguntar.
Cuando su madre salió de la cárcel no la reconoció. Llevaba tanto tiempo esperándola, imaginándola, mirando sus fotos todas las noches, que creía que su encuentro sería como la escena de una película; pero no pudo evitar que aquella mujer delgada, cansada, mayor, que le cogió en brazos con dificultad y los ojos llenos de lágrimas, le pareciera una extraña. Ocho años después, cuando salió su padre, todo fue más fácil. Él ya era casi un hombre y había tenido mucho tiempo, demasiado, para preparar aquel encuentro.
Entonces, Modesto ya sabía que ellos eran comunistas: comunista su madre desde la adolescencia, comunista su padre desde la guerra civil, comunista su abuelo hasta que lo fusilaron en las tapias del cementerio del Este, comunista su abuelo, para quien era peligroso llevar luto por él. Eran comunistas, y por eso él nunca sabía cuánta gente iba a comer en su casa cada día; ni para quién eran los bizcochos, las rosquillas que las mujeres hacían al volver de trabajar; ni a quién podía encontrarse durmiendo en su cama a media tarde. Porque eran comunistas, y ser comunista era eso, dar y darse, ayudar, compartir, arriesgarse. Ésa era, al menos, la vida de Modesto.
Si hubieran sido católicos, piensa ahora, los habrían beatificado. Si hubieran sido anarquistas, caerían muy simpáticos. Si hubieran sido fascistas, nadie tendría el mal gusto de recordar su pasado. Si hubieran sido socialistas, habrían sido admirables. Pero eran comunistas, y fueron, y eran, y son, y siguen siendo, y siempre serán culpables. Qué curiosa es la vida, piensa Modesto, y piensa en la suya, y en la de quienes una vez llevaron la misma camisa, la misma boina, el mismo uniforme que los asesinos de su abuelo, y ahora son más inocentes, más comprensibles, menos peligrosos que los cadáveres de sus víctimas. Qué curioso el destino, piensa Modesto, y piensa en su vida, y en la de tantos otros, asesinados, presos, exiliados, arruinados, avasallados por la historia, condenados a llevar sobre la cicatriz eternamente abierta de su memoria el peso de unos crímenes que nunca cometieron. Qué curioso país éste, piensa Modesto, donde el saldo de una vida entera vale menos que un instante de arrepentimiento, y la etiqueta patriótica que sirve hasta para identificar las naranjas, nunca se usa para distinguir a un luchador patriota de un tirano extranjero.
Modesto piensa en su vida, la de un hombre que nunca ha matado a nadie, que no tiene recuerdos de su madre antes de los seis años ni de su padre antes de los catorce, que no conoció a su abuelo ni vio a su abuela de luto por la calle, que nunca sabia cuánta gente iba a comer en su casa ni quién estaría durmiendo en su cama a media tarde; que nunca dudó del nombre, de los apellidos del enemigo, ni de una fe que más les habría valido a todos no tener, y a la que, sin embargo, jamás renunciaron. Él tenía esperanzas, llevaba muchos años esperando a que alguien contara la otra parte de la historia, la única parte que él puede contar, la única que vivió, la única que conoce. Dar y darse, ayudar, compartir, arriesgarse, y entrar y salir, y volver a entrar y volver a salir, y pasarse la vida entrando y saliendo de la cárcel. Pero ve la televisión, lee los periódicos, mira los escaparates de las librerías, y aprende, a su edad, que ésa es la parte de la historia que, por lo visto, no le interesa contar a nadie.
Modesto piensa en su vida, en la vida de los comunistas españoles, que nunca tuvieron más poder que el de rendirse, y nunca lo hicieron. Sabe que en otros países las cosas fueron de otra manera, pero esa historia no es la suya. Aunque nadie quiera saberlo.
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