21 mayo 2013

Esa mujer / Rodolfo Walsh

El Coronel elogia mi puntualidad. -Es puntual como los alemanes -dice.
-O como los ingleses.
El Coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del no. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El Coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aun no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.


Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mi, y sin embargo iré tras el
misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro,
frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzaran, poderosas vengativas olas, y por un momento ya
no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El Coronel sabe donde esta.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen
y Canton. Sonrfo ante el Jongkind falso, el Figari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quien fabrica
los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y
cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice. Lo miro.
-Esa mujer, Coronel. Sonríe.
-Todo se encadena -filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal esta rajada. El Coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
-La pusieron en el palier, Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce arios -dice.
El Coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
-Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una
nubecita.
-La pobre quedo muy afectada -explica el Coronel-. Pero a usted no le importa esto.
-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia
después de aquello.
El Coronel se ríe.
-La fantasía popular -dice-. Vea como trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen mas que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice. Pienso. No se me ocurre.
-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostrare que estaba inventando hace veinte anos,
cincuenta anos, un siglo. Que se uso tras la derrota de Sedan, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de
Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de Tutankamon -dice el Coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El Coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mato a su mujer.
-¿Que mas? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pego un tiro una madrugada.
-La confundió con un ladrón -sonríe el Coronel-. Esas cosas ocurren. -Pero el capitán N...
-Tuvo un cheque de automóvil, que lo tiene cual-quiera, y mas el, que no ve un caballo ensillado cuando se pone
en pedo.
-¿Y usted, Coronel?
-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada. Se para, da una vuelca alrededor de la mesa.
-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir
la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero si
ante la historia, ¿comprende?
-Ojalá dependa de mí, Coronel.
-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animo. Dejo la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
-Derby -dice-. Doscientos años.
La pastora. se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El Coronel tiene una mueca de fierro en la cara
nocturna, dolorida.
-¿Por que creen que usted tiene la culpa?
-Porque yo la saque de donde estaba, eso es cierto, y la lleve donde esta ahora, eso también es cierto. Pero ellos
no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El Coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
-¿Que querían hacer?
-Fondearla en el rió, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta
basura tiene que oír uno! Este país esta cubierto de basura, uno no sabe de donde sale tanta basura, pero estamos
todos hasta el cogote.
-Todos, Coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper
todo.
-Y orinarle encima.
-Pero sin remordimientos, Coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el
vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan: azul mercurio. De a ratos se oyen
las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueno. El Coronel es apenas la
mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto
transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El Coronel bebe. Es duro.
-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la
embalsamo, y no me acuerdo quien mas. Y cuando la sacamos del ataúd -el Coronel se pasa la mano por la
frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del Coronel es casi invisible. Solo el whisky brilla en su vaso,
como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta
del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierro mas cerca. El enorme edificio cuchichea, respira,
gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas. Y ahora el
Coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia
el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la
escalera, donde no hay absolutamente nadie, y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, mas cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el Coronel divaga nuevamente sobre
aquella gran escena de su vida.
-... se le tiro encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones.
Le di una trompada, mire -el Coronel se mira los nudillos-, que lo tire contra la pared. Esta todo podrido, no
respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No. -Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor. Vuelve a
servirse un whisky.
-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de
Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir que es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llame a unos obreros que había por a hi. Figúrese como se
quedaron. Para ellos era una diosa, que se yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre gente?
-Si, pobre gente. -El Coronel lucha contra una escurridiza cólera interior.- Yo también soy argentino.
-Yo también, Coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah, bueno -dice.
-¿La vieron así?
-Si, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe?
Con todo, con todo...
La voz del Coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez mas remota encuadrada en sus
líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o que. Yo también me sirvo un
whisky.
-Para mi no es nada -dice el Coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y
hombres muertos. Muchos en Polonia, el '39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas mas hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no
me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
-A mi no me podía sorprender. Pero. ellos...
-¿Se impresionaron?
-Uno se desmayo. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ,;esto es lo que haces cuando tenes que enterrar a
tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo". Después me agradeció.
Miro la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa
crece, circulo rojo tras concéntrico circulo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba."
-Beba -dice el Coronel. Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
-Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El Coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
-Tantito a si'. Para identificarla.
-¿No sabían quien era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba."
-Sabíamos, si. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo esta muerto. Hay que hidratarlo. Mas tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera
legal. El profesor R. controlo todo, hasta le saco radiografías.
-¿El profesor R.?
-Si. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacia falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecorta-da, una campanilla. No veo entrar a la mujer del Coronel,
pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable:
-(.'Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles que no estoy. Desaparece.
-Es para patearme -explica el Coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder -digo alegremente. -Cambie tres veces el numero del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Qué a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una ceremonia, los arengue. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy
enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El Coronel esta de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre el como
grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiendo-la,
escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tape con una lona, estaba en mi despacho, sobre un
armario, muy alto. Cuando me preguntaban que era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la
Libertad.
Ya no se donde esta el Coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula
entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna,
remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve día por medio -dice el Coronel-. Día por me-dio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el
pino, el cinturón franciscano.
Donde, pienso, donde.
-¡Esta parada! -grita el Coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que
llora, que gruesas lagrimas le resbalan por la cara.
-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria. Me paro, le toco el hombro.
-¿Eh? -dice-. ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Si.
-¿La saco usted?
-Si.
-¿Cuantas personas saben?
-Dos.
-¿E1 Viejo sabe? Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde? No contesta.
-Hay que escribirlo, publicarlo.
-Si. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ;Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para
siempre, Coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento..., usted será el primero...
-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera. Se ríe.
-¿Dónde, Coronel, donde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quien soy, que hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice
inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras se
que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del Coronel me
alcanza como una revelación:
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.



Extraido de “Los oficios terrestres” (1966)

RODOLFO WALSH (ARGENTINA, 1927-desaparecido desde 1977)

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Julio Cortázar - Rayuela Cap. 7


Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mi para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja...

...Me miras, de cerca me miras, cada vez mas de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez mas de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, Jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua. (fragmento)



Alejandra Pizarnik - Piedra Fundamental

No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.

Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo.

Un canto que atravieso como un túnel.

Presencias inquietantes, gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las alude, signos que insinúan terrores insolubles.

Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y barrenan, y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos, los fundamentos, aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi terreno baldío, no, he de hacer algo, no, no he de hacer nada, algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa dentro de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente distinta de ella.

En el silencio mismo (no en el mismo silencio) tragar noche, una noche inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.

No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.

¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado.

Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos nevados?

Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que con un tren algo salido de los rieles que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo.)

Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en mis sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas. (Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.)

(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el canto...)

Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo para aleccionar a la que extravió en mí su musicalidad y trepida con más disonancia que un caballo azuzado por una antorcha en las arenas de un país extranjero).

Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me había muerto y que la muerte era decir un nombre sin cesar.

No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una trampa, un escenario más.

Cuando el barco alternó su ritmo y vaciló en el agua violenta, me erguí como la amazona que domina solamente con sus ojos azules al caballo que se encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El agua verde en mi cara, he de beber de ti hasta que la noche se abra. Nadie puede salvarme pues soy invisible aun para mí que me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.

Hay un jardín.


Las olas - Virginia Woolf

El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin. Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una vieja botella, dejando al cristal su transparencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo translúcido, cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido lo cual si el brazo de una mujer tendida debajo del horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se fundieron en un solo fluido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fue adquiriendo gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar ya no fue sino una sola extensión de oro. La luz golpeó sucesivamente los árboles del jardín iluminando una tras otra las hojas, que se tornaron transparentes. Un pájaro gorjeó muy alto; hubo una pausa: más abajo, otro pájaro repitió su gorjeo. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó, como la punta de un abanico, sobre una persiana blanca; el dedo del sol marcó sombras azules en el arbusto junto a la ventana del dormitorio. La persiana se estremeció dulcemente. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insustancial. Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías. (fragmento) 1931

Virginia Woolf - Orlando

"Habiendo interrogado al hombre y al pájaro y a los insectos (porque los peces, cuentan los hombres que para oírlos hablar han vivido años su soledad de verdes cavernas, nunca, nunca lo dicen, y tal vez lo saben por eso mismo), habiendo interrogado a todos ellos sin volvernos más sabios, sino más viejos y más fríos -porque ¿no hemos, acaso, implorado el don de aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño, que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida?- fuerza es retroceder y decir directamente al lector que espera, todo trémulo, escuchar qué cosa es la vida: ¡ay! no lo sabemos. " (fragmento)

“Cuando los besos saben a alquitrán, cuando las almohadas son de hielo,
cuando el enfermo aprende a blasfemar,
cuando no salen trenes para el
cielo,
a la hora de maldecir,
a la hora de mentir.
Cuando marca sus
cartas el tahúr
y rompe el músico su partitura
y vuelve Nosferatu al
ataúd
y pasa el camión de la basura,
a la hora de crecer,
a la hora
de perder,
cuando ladran los perros del amanecer.”

__

“En la posada del fracaso,
donde no hay consuelo ni ascensor,
el desamparo y la humedad
comparten colchón
y cuando, por la calle,
pasa la vida, como un huracán,
el hombre del traje gris
saca un sucio calendario del
bolsillo y grita
¿quién me ha robado el mes de abril?
¿pero cómo pudo sucederme a mí?
¿quién me ha robado el mes de abril?
Lo guardaba en el cajón
donde guardo el corazón.”

__

“Cuando agoniza la fiesta
todas encuentran pareja
menos Lola
que se va, sin ser besada,
a dormirse como cada
noche sola
y una lágrima salada
con sabor a mermelada
de ternura
moja el suelo de su alcoba
donde un espejo le roba
la hermosura.
Nadie sabe cómo le queman en la boca
tantos besos que no ha dado,
tiene el corazón tan de par en par y tan oxidado.”

__

“Algunas veces vivo, y otras veces
la vida se me va con lo que escribo,
algunas veces busco un adjetivo
inspirado y posesivo que te arañe el corazón.
luego arrojo mi mensaje,
se lo lleva de equipaje
una botella…, al mar de tu incomprensión.
No quiero hacerte chantaje,
sólo quiero regalarte una canción.”

__

“Desnuda se sentía igual que un pez en el agua,
vestirla era peor que amortajarla,
inocente y perversa como un mundo sin dioses,
alegre y repartida como el pan de los pobres.
No quise retenerla, ¿de qué hubiera servido
deshacer las maletas del olvido?
Pero no sé qué diera por tenerla ahora mismo
mirando por encima de mi hombro lo que escribo.
Le di mis noches y mi pan, mi angustia, mi risa,
a cambio de sus besos y su prisa,
con ella descubrí que hay amores eternos
que duran lo que dura un corto invierno.”

__

“No soporta el dolor, le divierte inventar
que vive lejos, en un raro país,
cuando viaja en sueños lo hace sin mí,
cada vez que se aburre de andar, da un salto mortal.
Cuando el sol fatigado se dedica a manchar
de rosa las macetas de mi balcón
juega conmigo al gato y al ratón,
si le pido “quédate un poco más”, se viste y se va.
Cuanto más le doy ella menos me da
Por eso a veces tengo dudas, ¿no será un tal Judas
el que le enseñó a besar?”