25 mayo 2014

Sudeste / Haroldo Conti

Siguiendo la otra costa, en una especie de gran recodo o bolsón donde desagua el Diablo, había un extenso banco que ofrecía muy buena pesca. Pero sin bote no tenía cómo cruzar hasta ahí. Sin embargo, una mañana cruzó el río a nado, con una línea bien enrollada envuelta en un trapo y sujeta a la cintura. Teníaentendido que por ahí había un puesto de la Prefectura, de manera que dio un gran rodeo y salió al banco.
Una vez que tiró la línea, pensó si no sería mejor esperar ahí mismo, para no tener que regresar en la tarde. Entonces decidió que echaría un vistazo al banco y que, de regreso, tantearía la línea. Si no tenía nada volvería por ella a la tarde, o a la otra mañana.
Entre ida y vuelta anduvo por ahí más de una hora. Volvió y tanteó la línea. Apenas agarró el hilo comprendió que había enganchado algo y comenzó a recoger con cierta excitación. Uno nunca se acostumbra a esto. El primer y el segundo anzuelo aparecieron limpios, pero al llegar al tercero el agua reventó como un cristal hecho añicos y atrajo con fuerza. Cuando vio de qué se trataba comenzó a silbar y a brincar, sosteniendo el pez en alto.
–¡La gran puta! –dijo, entre silbido y silbido, sintiendo que el brazo se le cansaba.
Era un chafalote de más de medio metro, que no andaría muy lejos de los cuatro kilos. Seguramente se había metido en los juncales persiguiendo a las mojarras. Era un hermoso pez, y su mandíbula inferior empinada como la de un bulldog le daba un aspecto agresivo.
Desenganchó el pez y le estrelló la cabeza contra un tronco, de manera que pudiera cruzar con él al otro lado del río.
Al segundo día de estar en eso del bote aparecieron aquellos extraños y descomunales pájaros. Aparecían por el Sur, a veces un poco al Oeste, a veces un poco al Este, surcaban el ancho cielo en cuestión de segundos, como si se tratara de un patio o algo más chico todavía. A veces aparecía uno solo, pero más a menudo lo hacían en grupos de dos o tres. Volaban muy bajo, lo que los hacía aparecer más rápidos. Había oído que tenían la base en Morón y que a veces estallan en el aire sin dejar rastros. Con el ruido que metían no se podía esperar otra cosa. Siempre estaba esperando que estallaran de un momento a otro, mientras pasaban sobre su cabeza a 600 kilómetros por hora, perseguidos por su propio sonido. Eran los Gloster de la Fuerza Aérea, y una vez le pareció que lo habían visto, porque giraron en el horizonte y pasaron sobre la playa, a tan baja altura que se echó al suelo ensordecido y alcanzó a ver el rostro extrañamente blanco y sereno de uno de los pilotos.

A medida que adelantaba en el bote le fue entrando el deseo de construirse allí mismo, algún día, un verdadero barco. Al principio fue una simple ocurrencia, pero luego le pareció que estaba perdiendo el tiempo y que en toda su vida no había querido hacer otra cosa. Esto de ahora más bien lo detenía, era una excusa, un burdo simulacro. Por último comenzó a fastidiarse de este trabajo y su ansiedad por un barco se confundió con su ansiedad por partir. Todo era una misma y única cosa.
De manera que terminó y partió, como si con partir, al mismo tiempo, de alguna extraña manera, comenzase también su barco. Como si detrás de todos aquellos ríos que pensaba recorrer lo aguardase su barco y no hubiese forma de llegar a él sino a través de todo eso. Sin embargo, alcanzó a terminar el timón.
Y partió.
El hombre remontó los ríos casi hasta la mitad del verano y luego regresó aquí, en mucho menos tiempo, para la mitad misma, en la plenitud. En realidad, no fue muy lejos, si se piensa que recorrió unos 90 kilómetros. Pero para el hombre, en su bote, fue lo que se dice un gran viaje.
Partiendo de Punta Morán, remontó el Diablo y alcanzó el Paraná Miní en la mitad del día, aunque no se había propuesto hacerlo en un tiempo determinado. Luego salió a los Pozos del Barca Grande y navegó sobre éstos desde la boya K.47 hasta la boya negra ciega K.50. En ese punto se abrió de los Pozos, entró por La Barquita, cruzó el Barca Grande y remontando por el Pantanoso, el Borches y el Camacho, salió al Paraná Guazú. Este es un río. Es necesario llegar hasta ahí para saber lo que es un río en esta parte del mundo.
Estuvo un día antes de cruzar hasta la otra costa, con el río completamente bueno. Cruzó, subió el Ceibito y bajó lo que quedaba del Ceibo hasta la desembocadura. Ahí estuvo pensando si bordeaba por los bancos, ya en el río Uruguay, entre la costa argentina y el Canal Principal, o si caía hasta el Alférez Pago y el Bravo, trepaba por el Paciencia Chico al Gutiérrez Chico y salía por ahí, entre los bancos, a Punta Chaparro, en la costa uruguaya, más arriba de Nueva Palmira. Se decidió por el Bravo, pero, una vez en el Gutiérrez Chico, rodeó por la izquierda y siguió remontando el Delta. Estuvo en el Brazo Chico y en el Brazo Largo y después en el Brazo de la Tinta. De ahí pasó al Sagastume Chico y luego anduvo sobre los bancos, entre los aguajes, hasta la boca del Nancay, lo más al norte del Delta.
Subió todo este tiempo sin ninguna prisa, demorándose a veces dos o tres días en un mismo sitio. Le gustaba sobre todo dejarse arrastrar por la corriente, marchando sobre las aguas. Iba hacia el norte, detrás del dorado, detrás de los peces en general, pero sobre todo detrás del dorado, como si realmente los peces y el rey de estos peces corrieran delante de él y fuera preciso darles alcance. El no advertía hasta qué punto ese pez, en particular, se había convertido para él en un ser fabuloso. Todavía, después que lo hubo pescado varias veces, no estaba muy seguro de haberlo hecho plenamente, como si lo que hubiese pescado no fuera en realidad el pez, sino un simulacro del pez. Y en cierto modo no el pez. Lo mejor de él terminaba cuando lo sacaba del agua. Y aun un poco antes.
En realidad, si es que existía alguna forma de hacerlo, este hombre lo hubiese querido apresar en el corazón del agua, en la plenitud de sus medios, no disminuido, en el momento mismo en que el dorado es apenas un resplandor amarillo, un pliegue de oro en el agua oscura, aquel brillo furtivo. Pero eso no podía ser, naturalmente. Acaso, en el fondo, este hombre hubiese querido fundirse con el pez, ser de alguna manera el pez.
Varias veces y en distintos puntos libró la misma lucha, pero ésta no hizo más que reavivar su deseo. ¡Qué hubiese dado por retener lo indecible ese instante único en que el dorado brotaba del agua y él tenía la intensa seguridad de que ya estaba vencido!... Pero, una vez en el bote, parecía desilusionado, como si no hubiese hecho las cosas bien y el pez no fuera el pez, sino un racimo de oro envejecido.
El había notado una leve diferencia entre los dorados. Unos tenían la trompa más alargada y otros, en cambio, la mandíbula inferior hacia arriba, como las tarariras. El primero es el Salminus maxillosus, y el segundo el Salminus brevidens. El ignoraba estos nombres, naturalmente, pero de todas maneras había advertido la diferencia y prefería al último por su aspecto más agresivo, con aquella magnífica cabeza de oro semejante a un yelmo. Pero en cualquier caso, así se tratara del magnífico Salminus brevidens, cuando todo había terminado y el pez se moría en el fondo del bote, no estaba tan contento como era de suponer, sino más bien triste.
En parte fue por esto que siguió pescando con la misma intensidad, pero no con el mismo entusiasmo. Y después, al tiempo, decayó también la intensidad. no fue cosa de un día para otro, sino un fastidio progresivo. Por último, cerca del norte, pescaba nada más que para comer.
Subía con el río y, por supuesto, con el dorado. Y a medida que subía, iba perdiendo el interés en otra cosa que no fuera eso de vagar de un punto a otro, en dirección al Norte. El calor aumentaba no sólo por el tiempo, el verano que madura, sino también por la dirección que llevaba, hacia el origen de este tiempo. Desde la media mañana hasta la media tarde, era todo un sopor. El chillido de los toletes y los golpes de las palas se alargaban en el sopor, adquiriendo una extraña realidad. No parecían provenir de aquí o allá sino de todas partes, del aire mismo, y estaba seguro de que si dejaba de remar ellos seguirían sonando invariablemente, como si se tratara de un fenómeno del estío.
Muy a menudo desembarcaba en la media mañana y permanecía tendido en la costa hasta la media tarde, al principio en la sombra y después, a medida que se desplazaban las sombras, en pleno rayo de sol. Sentía cierto raro placer en abandonarse así por completo, insensible a todo, aun al calor y a los mosquitos. A veces se sorprendía de su capacidad de aguante. Otras pensaba que aquélla era la mejor manera de pasar esas horas, en un parcial embotamiento. Pero la mayor parte de las veces no pensaba en nada.
El calor y los mosquitos estaban sobre él y se confundían y eran una misma cosa.
Los mosquitos sí son capaces de enloquecerlo a uno. La única forma de evitarlos es no pensar en ellos. Algunos dicen que pican a los que se ponen nerviosos y les prestan atención. Como el caballo mañero que adivina al que lo teme y entonces lo voltea. Otros dicen que no molestan a los que son del lugar. Lo mejor es no pensar en ellos, sea esto verdad o no. Lo mejor es sencillamente no pensar aunque se le metan a uno a puñados por las narices. Eso hacía él.
Más de una vez, si alguno lo hubiese visto así tendido en la costa lo habría tomado por un muerto. Parecía un muerto. Pero él tenía una vaga noción de ese mundo silencioso y adormecido que lo rodeaba, principalmente algunas sensaciones a las que, en definitiva, parecía reducirse ese mundo: el calor, más bien un líquido pringoso y tibio, y ese zumbido del calor que era el producto de diez mil zumbidos combinados, roces y zumbidos, y el olor ácido que despedían su cuerpo y sus ropas.
Le había crecido la barba y le picaba a menudo, como si estuviese mugriento. En parte lo estaba, aunque todos los días se diese un buen remojón. Sus ropas eran un asco y su aspecto en general. Sus ropas habían tomado poco a poco el olor de la lona con la que se cubría en los primeros días y sobre la que se tendía ahora muy a menudo.
Dos o tres veces, así tendido como estaba sobre la tierra, lo alcanzó el agua de la creciente y no se puso de pie hasta que sintió que se le humedecía la ropa sobre el estómago.
Sin embargo, la primera parte de la mañana y la última de la tarde, cuando el calor no era tan formidable, él parecía revivir, y en ese momento estaba complacido con el verano. Y todavía quedaba la noche, a pesar de los mosquitos y del calor que despedía la tierra. Sobre todo las noches de luna, lo más espléndido en las islas. Le bastaba un poco de luna para poder nadar, a menos que eso sucediera muy tarde, cuando ya había refrescado demasiado.
Poco a poco, esta vida lo hizo a la idea de que él marchaba y vivía con el verano y el río, de acuerdo con ellos por entero, verano y río él mismo.
Cuando decayó el interés por la pesca y su interés podía estar todavía en otra parte y no por entero en vagar lánguidamente sobre el río, dedicó algún tiempo a construir la vela que había proyectado. Adelantó bastante pero no llegó a terminarla sino mucho después, antes del regreso, en los desplayados del Nancay, cuando salió de pronto de ese sopor del estío y quiso regresar a Morán para la mitad del verano. A ese paraje, y en cualquier tiempo, llegan vientos que soplan con fuerza desde el río y arbolan violenta mar de rompiente. Los vientos poseen raras virtudes y suelen ser muy personales.
Este viento le recordó el río abierto y le trajo su nostalgia. No hay uno de estos tipos que resista ese olor del río.

Fragmento de SUDESTE-Haroldo Conti

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Julio Cortázar - Rayuela Cap. 7


Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mi para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja...

...Me miras, de cerca me miras, cada vez mas de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez mas de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, Jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua. (fragmento)



Alejandra Pizarnik - Piedra Fundamental

No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.

Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo.

Un canto que atravieso como un túnel.

Presencias inquietantes, gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las alude, signos que insinúan terrores insolubles.

Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y barrenan, y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos, los fundamentos, aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi terreno baldío, no, he de hacer algo, no, no he de hacer nada, algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa dentro de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente distinta de ella.

En el silencio mismo (no en el mismo silencio) tragar noche, una noche inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.

No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.

¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado.

Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos nevados?

Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que con un tren algo salido de los rieles que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo.)

Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en mis sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas. (Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.)

(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el canto...)

Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo para aleccionar a la que extravió en mí su musicalidad y trepida con más disonancia que un caballo azuzado por una antorcha en las arenas de un país extranjero).

Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me había muerto y que la muerte era decir un nombre sin cesar.

No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una trampa, un escenario más.

Cuando el barco alternó su ritmo y vaciló en el agua violenta, me erguí como la amazona que domina solamente con sus ojos azules al caballo que se encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El agua verde en mi cara, he de beber de ti hasta que la noche se abra. Nadie puede salvarme pues soy invisible aun para mí que me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.

Hay un jardín.


Las olas - Virginia Woolf

El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin. Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una vieja botella, dejando al cristal su transparencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo translúcido, cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido lo cual si el brazo de una mujer tendida debajo del horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se fundieron en un solo fluido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fue adquiriendo gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar ya no fue sino una sola extensión de oro. La luz golpeó sucesivamente los árboles del jardín iluminando una tras otra las hojas, que se tornaron transparentes. Un pájaro gorjeó muy alto; hubo una pausa: más abajo, otro pájaro repitió su gorjeo. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó, como la punta de un abanico, sobre una persiana blanca; el dedo del sol marcó sombras azules en el arbusto junto a la ventana del dormitorio. La persiana se estremeció dulcemente. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insustancial. Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías. (fragmento) 1931

Virginia Woolf - Orlando

"Habiendo interrogado al hombre y al pájaro y a los insectos (porque los peces, cuentan los hombres que para oírlos hablar han vivido años su soledad de verdes cavernas, nunca, nunca lo dicen, y tal vez lo saben por eso mismo), habiendo interrogado a todos ellos sin volvernos más sabios, sino más viejos y más fríos -porque ¿no hemos, acaso, implorado el don de aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño, que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida?- fuerza es retroceder y decir directamente al lector que espera, todo trémulo, escuchar qué cosa es la vida: ¡ay! no lo sabemos. " (fragmento)

“Cuando los besos saben a alquitrán, cuando las almohadas son de hielo,
cuando el enfermo aprende a blasfemar,
cuando no salen trenes para el
cielo,
a la hora de maldecir,
a la hora de mentir.
Cuando marca sus
cartas el tahúr
y rompe el músico su partitura
y vuelve Nosferatu al
ataúd
y pasa el camión de la basura,
a la hora de crecer,
a la hora
de perder,
cuando ladran los perros del amanecer.”

__

“En la posada del fracaso,
donde no hay consuelo ni ascensor,
el desamparo y la humedad
comparten colchón
y cuando, por la calle,
pasa la vida, como un huracán,
el hombre del traje gris
saca un sucio calendario del
bolsillo y grita
¿quién me ha robado el mes de abril?
¿pero cómo pudo sucederme a mí?
¿quién me ha robado el mes de abril?
Lo guardaba en el cajón
donde guardo el corazón.”

__

“Cuando agoniza la fiesta
todas encuentran pareja
menos Lola
que se va, sin ser besada,
a dormirse como cada
noche sola
y una lágrima salada
con sabor a mermelada
de ternura
moja el suelo de su alcoba
donde un espejo le roba
la hermosura.
Nadie sabe cómo le queman en la boca
tantos besos que no ha dado,
tiene el corazón tan de par en par y tan oxidado.”

__

“Algunas veces vivo, y otras veces
la vida se me va con lo que escribo,
algunas veces busco un adjetivo
inspirado y posesivo que te arañe el corazón.
luego arrojo mi mensaje,
se lo lleva de equipaje
una botella…, al mar de tu incomprensión.
No quiero hacerte chantaje,
sólo quiero regalarte una canción.”

__

“Desnuda se sentía igual que un pez en el agua,
vestirla era peor que amortajarla,
inocente y perversa como un mundo sin dioses,
alegre y repartida como el pan de los pobres.
No quise retenerla, ¿de qué hubiera servido
deshacer las maletas del olvido?
Pero no sé qué diera por tenerla ahora mismo
mirando por encima de mi hombro lo que escribo.
Le di mis noches y mi pan, mi angustia, mi risa,
a cambio de sus besos y su prisa,
con ella descubrí que hay amores eternos
que duran lo que dura un corto invierno.”

__

“No soporta el dolor, le divierte inventar
que vive lejos, en un raro país,
cuando viaja en sueños lo hace sin mí,
cada vez que se aburre de andar, da un salto mortal.
Cuando el sol fatigado se dedica a manchar
de rosa las macetas de mi balcón
juega conmigo al gato y al ratón,
si le pido “quédate un poco más”, se viste y se va.
Cuanto más le doy ella menos me da
Por eso a veces tengo dudas, ¿no será un tal Judas
el que le enseñó a besar?”