24 septiembre 2009

Las letras del viejo truhán

En España existe una expresión habitual (“irse por los cerros de Úbeda”), que significa irse por un lugar muy remoto y fuera de camino (en criollo, “por donde el diablo perdió el poncho”), y que también, en lenguaje familiar -según el DRAE- da a entender que lo que se dice es incongruente, “o que uno se divaga o se extravía en el raciocinio o discurso”.
Pues fue por los cerros de Úbeda en donde nació Joaquín Martínez Sabina, en el invierno de 1949, en plena posguerra española, en una España aún tercermundista y carcomida por el hambre, el estraperlo y la mediocridad del fascismo en su versión más barata, el franquismo. Úbeda es una ciudad/pueblo ubicada en Jaén, una provincia de la Andalucía sin mar y sin las bellezas moras de Córdoba, Granada o Sevilla. No nació Joaquín Sabina, sin embargo, entre aceituneros heroicos y altivos, inmortalizados por Miguel Hernández en el poema que musicalizara Paco Ibáñez, sino que su padre fue nada menos que un policía -¡de la policía secreta!-, y su madre, una señora ama de casa.
El devenir del destino o del azar haría que el hijo de aquel gris funcionario de trabajo tan desprestigiado se transformara en una superestrella del rock español, del pop en castellano, y un gurú de la progresía de España y de Latinoamérica.
Un salto social y cultural que la peculiar segunda mitad del siglo veinte español pudo permitir a más de uno: en realidad, a miles. Ha circulado la anécdota de que, en plena agonía del franquismo, Joaquín era uno de los muchos jóvenes que volanteaban o ponían cocktails molotov. Lo que tuvo de singular su situación fue el modo en que lo llevaron detenido: su propio padre fue a despertarlo a la cama matinal a decirle que debía llevarlo consigo.

En las canciones de Sabina, es posible encontrar múltiples referencias a los cuentos infantiles: “el pirata cojo” (tópico de una maravillosa canción), Peter Pan (el chico que no quiere crecer –como él- es citado en varias oportunidades), Cruela de Vil, princesas, hadas, cenicientas, brujas, Robinson, Gulliver, el flautista de Hamelín, Barba Azul y varios otros. Pero no hay ningún ogro que represente a ese padre. No parece haber sido con su hijo el filicida, el Saturno goyesco devorándose a su hijo.
Ese policía, Jerónimo Martínez, además de fisgonear la vida de los estudiantes de izquierda como el que tenía en su casa, poseía otro hobby: la poesía. Leía y daba a leer a su hijo a Fray Luís de León, a Jorge Manrique. Y también escribía versos: Sabina recuerda que el policía secreto tenía mil tomos encuadernados con “cientos de poesías a cualquier cosa”. Cuando el ya casi treintañero Joaquín realizó el servicio militar (la “mili”), en 1978, en Palma de Mallorca -a su regreso de su semiexilio en Londres-, recibía las cartas de su papá con los datos personales en forma de versos rimados sobre el sobre. Y, por cierto, pasaba gran bochorno por ellos porque su superior, al repartir el correo, lo hacía leyendo el destinatario en voz alta.

Ser del Sur

Podría decirse que los andaluces tienen inscrito en su código genético un don endemoniado para hacer versos. La lista de los principales poetas españoles incluye a un pelotón de andaluces: desde las antiquísimas y anónimas jarchas, pasando por Góngora, Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, y varios etcéteras que estarían llegando hasta el propio Joaquín Sabina.
En un comienzo, todo parecía indicar que el chico que escribía versos en cuadernos rayados en su época de liceal, y que elegiría como carrera nada menos que Filología Románica en la Universidad de Granada (una forma castiza algo ampulosa de llamar a la vulgar carrera de “Letras”), pasaría su vida dando lecciones de literatura española, o de francés, en institutos (liceos) de provincia, al más puro estilo Antonio Machado.
Pero a los catorce años, junto a los granos y la masturbación, llegó a la vida de Sabina una guitarra. En los años 60 el rock sonó hasta en los cerros de Úbeda: el granujiento adolescente tocaba con sus amigos temas de Elvis en español. Luego la vida en Londres haría el resto de la ingeniería genética: a los ancestrales talentos andaluces se le sumarían siete años ingleses, nada menos que la década del 70 con sus Beatles recién disueltos, sus Rolling Stones y su Bob Dylan. Sabina llegó hasta Londres con un pasaporte que no era el suyo, huyó de los sabuesos como su padre, y se instaló a hacer vida de exiliado y de okupa o de squatter. Se ganó la vida cantando en el metro y en la calle, y se enamoró de una sudaca, Lucía, una argentina con quien se casaría y a quien es posible rastrear en la melancólica canción “Eva tomando el sol” y en la oficinista de “Caballo de Cartón”.

Madrid me mata

En el cruce del Sur (la Andalucía milenaria, árabe, judía, gitana y cantaora), y el Norte (el gélido Londres punteado de pubs), está Madrid. Madrid es la gran capital -central- que no puede desprenderse de la memoria de haber sido hasta hace muy pocas décadas una ciudad rodeada de chabolas, a pesar de su Museo del Prado y su Hotel Ritz, de sus torres de cristal y su autopista meridiana. Joaquín Sabina se instaló en ella en 1978, con el cadáver de Franco casi fresco y una euforia política, sexual y cultural excepcional a la que poco después sucedería el llamado “desencanto”. Nadie puede identificar a Sabina con suerte alguna de patriota: nada más lejos de ese personaje que él ha creado de sí mismo que la manida palabreja “patria”. Sin embargo, Sabina ha compuesto verdaderos himnos a Madrid, al mejor estilo nacionalista, épico y heroico.
Uno de ellos es una canción sencillamente inolvidable, titulada “Pongamos que hablo de Madrid”, con dos versiones contradictorias, que justamente dan con el dedo en la llaga de la identidad. Parafraseando a Simone de Beauvoir: ¿uno nace o se hace? Sabina nació en los cerros de Úbeda pero el asfalto de Madrid es su tierra. La eligió él, o la vida por él, que viene a ser muy parecido. El conflicto entre Sur y Madrid (si es que lo hay) ha sido resuelto por el compositor de un modo muy sencillo: haciendo dos finales para su himno, quedando bien así con ambos costados de su corazón. Así, una de las versiones finaliza con “Cuando la muerte venga a visitarme/que me lleven al sur donde nací/ aquí no queda sitio para nadie.../pongamos que hablo de Madrid.” Y la segunda versión, que añade con su puño y letra en el libro que recopila sus canciones, dice: “Cuando la muerte venga a visitarme/ no me despiertes, déjame dormir/ aquí he vivido, aquí quiero quedarme/ pongamos que hablo de Madrid.”
Las menciones en sus letras a la estación de Atocha -la mole de hierro y vidrio contigua al Retiro que recibe en Madrid a los trenes que vienen del Sur- no sólo son numerosas y simbolizan su peripecia vital , sino que cristalizan en el segundo gran himno a la ciudad, “Yo me bajo en Atocha”, editado dieciocho años después en el disco compuesto a medias con Fito Páez, canción en la que se percibe una necesidad de salir corriendo de las garras de uñas pintadas del rosarino hacia la tibieza acogedora del carro de la Cibeles.

El pasajero

La retahíla con que termina el tema, y que permite que siete versos comiencen con la anáfora “pero siempre hay un” algo que es atraído inexorablemente hacia Madrid, menciona las palabras “tren”, “barco”, “coche,” “vuelo”. Aquí y en muchos otras canciones, obsesivamente, Sabina utiliza como metáforas obvias de la existencia vehículos que viajan (¡incluye hasta lomos de yegua!). Nada más bonito que imaginárselo con sus lentes oscuros y un cigarrillo apagado en la comisura de los labios, meciéndose en el movimiento del vagón del metro, pensando un verso como “el tiempo es un microbús”, o una lista de comparaciones “Errante como un taxi por el desierto”, “(Huraño) como un barco sin polizones” o “oscuro como un túnel sin tren expreso”, mientras las estaciones de la línea azul se suceden: Bilbao, Tribunal, Gran Vía, Sol, Tirso de Molina, Antón Martín, Atocha...
En el jugosísimo homenaje que su amigo y colega Luis Eduardo Aute compuso a Sabina “Pongamos que hablo de Joaquín”, se encuentra el inefable hallazgo “Aunque andaluz de fin de siglo/universal, quiero decir/ no sé qué tiene de rabino/cuando le miro de perfil”. Y mucho tiene de judío errante el personaje que Sabina crea y que nos hace creer a todos que es autobiográfico.
Por sus versos pululan las maletas, los cajones vacíos, los bolsillos en donde se busca algo que se ha robado. Sin embargo, frente a tanto desarraigo y tanta metáfora de transitoriedad en sus versos, frente a tanto símbolo de desintegración de la identidad, frente a tanto espejo (las canciones están llenas de ellos) en que tanto personaje se mira para ver quién está ahí, hay un sólido mundo que hace las veces de hogar, dulce hogar, con una raíz profunda en el corazón de la tierra, o más bien del cemento: son los bares. El bar, el bar nocturno, es en Sabina la verdadera cueva del animal llamado ser humano.

Endemoniado poeta

Sabina se mueve siempre en la polaridad de las paradojas, de las antítesis, de los quiasmos y los oxímorons. Un profesor de literatura podría volver locos a sus alumnos de quinto año de bachillerato si Sabina estuviera en los programas de Secundaria. La paradoja (mayor aún que la ecuación “hotel, dulce hotel, hogar, dulce hogar”), que tiñe obsesivamente la poesía de las canciones de Sabina, es que entre los desconocidos de la barra de un bar se produce la mayor intensidad posible de contacto entre la especie humana, y, por el contrario, en la vida rutinaria es cuando se produce el mayor alejamiento.
Aquí el cantante se enrosca en un discurso adolescente, pro-lumpen, que no le ha sido pocas veces recriminado: idolatra ladrones, putas, drogadictos, travestis, presos, suicidas y toda fauna viviente que se aparte de la convención. Es la apología del “macarra de ceñido pantalón”: en el libro que recoge sus letras, Sabina agrega anotaciones con su puño y letra y, justamente a la canción “Qué demasiao”, del disco Malas compañías, le apunta: “Aquí encontré un camino suburbial luego transitado ad náuseam”. Un camino que sin duda transitan también tradicionales personajes fatídicos, como Belcebú (que suele aparecer bajo diferentes rótulos, como por ejemplo “Mi amigo Satán”) y hasta realiza en él un buen trecho con Sade, con quien opina que “al deseo los frenos le sientan fatal”. También se cruza con Casanova y por supuesto con Drácula.

Juez, parte y cuentista

Este “malditismo” tiene su justificación en la hermosa canción “Princesa”, dedicada a una heroinómana, uno de cuyos sus versos le pone título al disco: “¿Con qué ley condenarte/si somos juez y parte/ de todas tus andanzas?”
Muchas veces se ha dicho que en realidad Sabina es un fotógrafo, un retratista tecnologizado que toma instantáneas de los “nacidos para perder” con la ciudad de fondo, con ese paisaje urbano de espaldas al mar y a la primavera, bajo un cielo teñido de humo y enredado de antenas y chimeneas y cables.
Sin embargo, la lectura de este libro de trescientas veintiocho páginas, donde se registran dieciséis álbumes y decenas de letras de canciones, muestra a Sabina bien lejos del testimonio. Por supuesto que lo que escribe tiene un fuerte efecto de “realidad”: así la chica de Eva tomando el sol, mientras Adán emborronaba partituras, “freía las patatas”, en un verso de un prosaísmo pocas veces superado en toda la obra de Sabina.
Pero mucho más que periodista amarillo, que ojo perspicaz siguiendo el rastro de ladronzuelos y traficantes de droga del bajo mundo, él es un contador de historias. Cada canción es un cuentito, un cuentito breve hasta a veces con moraleja. Y cada estrofa a menudo evoca las rimas cantadas en corro por los niños. Los juegos de palabras, las rimas consonantes más machaconas, donde los finales de verso coinciden con los finales siguientes de modo sorpresivo, las retahílas donde se repite una palabra mágica hasta el cansancio, nos llevan directamente a la poesía popular andaluza, al romance que se regodea en el sonido mágico de las palabras pero que también nos narra una historia.

Literatura antiliteraria

Estas canciones son literatura, el problema está en dilucidar qué literatura. Están bien lejos de la poesía de libro. En primer lugar, porque son mucho más divertidas. El humor es un ingrediente fundamental en los textos de Sabina, y hasta algunas veces toda la canción es una gran carcajada. Es imposible escuchar o leer “Pacto entre caballeros” sin reírse, imaginando a Sabina y a los ladrones tomándose una foto carnet y pareciendo “la cuadrilla de la muerte”. Pero aún en las canciones más tristes y patéticas el humor aparece en la comisura de los labios, como en el homenaje que le hace a Cristina Onassis y a todas las mujeres desgraciadas del mundo. Salvo unos solemnes y panfletarios textos de su primer disco (como por ejemplo el imperdible “Canción para las manos de un soldado”), Sabina se mofa de todos y de todo, aún con lágrimas en los ojos.
Estas canciones tienen también una desvergüenza que la pudorosa poesía de libro ha perdido hace tiempo: el compositor no tiene ningún complejo a la hora de usar las rimas, por más machaconas que sean. Juega con el lenguaje, incorporando a sus textos decenas de palabras de la calle, rastros de una oralidad que se sabe efímera: las palabras como “colega”, “talego”, “tronco”, son las del argot madrileño y quizás no se entiendan al otro lado del Atlántico, o quizás ya no se usen en un par de décadas. Del mismo modo, en sus últimos discos, con la latino americanización de su producción, Sabina ha incorporado palabras del lunfardo, por ejemplo, sin ningún prejuicio. Si en Madrid no entienden, allá ellos.
Recupera el sabor de la palabra como “cosa”, la mística de la palabra dicha, en oposición a la lectura silenciosa del libro de poemas.
Son textos para ser cantados, fueron concebidos simultáneamente a su música, y el propio autor ha tenido miedo de que, sus textos sin música, “puedan ser desabridos como puchero de pobre”.

Los cantos del santurrón

En sus textos Sabina realiza una reconversión de aquellos rezos insoportables que todo niño español educado en la posguerra había de incorporar. Así, sus textos se transforman en verdaderas “letanías”, reiteraciones de frases mágicas o palabras talismán, como la anáfora “Hay mujeres que...” en la canción “Mujeres fatal” y el “Ahora que...” de la canción que usa esta reiteración como título.
Un tema interesante sería investigar todo el trauma religioso que tiene Joaquín Sabina moviendo los hilos secretos de su corazón. Se confiesa ateo, pero sus textos rockanroleros tienen la cadencia de los rezos y los tópicos de la Biblia: por allí pasan constantemente las referencias al Génesis y son citados en varias ocasiones Adán y Eva, Caín y Abel, y ni qué hablar de la serpiente, Judas, Jesús, la Virgen, la Magdalena y numerosos lugares comunes de las prácticas religiosas más fetichistas. Seguramente, toda esta herencia y parafernalia católica le llegan más por su fascinación por lo popular que por la credibilidad que lo sagrado tiene en su alma escéptica.

Diosa poesía

Y sin embargo, no es posible separar a este Sabina cantador del Verbo, con el Sabina que ha leído multitud de libros de poesía. Sin los grandes libros de poesía de Vallejo, de Neruda, de Alberti, de García Lorca, de Sor Juana Inés de la Cruz, y sin las horas que se ha pasado leyéndolos, este libro Con buena letra, cuyo autor es el escritor Joaquín Sabina, sería inconcebible. Los versos de Sabina están llenos de quiasmos y retruécanos al más puro estilo barroco. Así, en “Una canción para la Magdalena”, encuentra un maravilloso hallazgo digno de Sor Juana: “la más señora de todas las putas/la más puta de todas las señoras”, pero también están llenos de enumeraciones, de modo nerudiano: hay estrofas enteras que son acumulaciones de rótulos, de sustantivos, de nombres de calles.

Este libro incluye los textos de puño y letra del autor, pero no incluye -no puede- incluir la delicia de la voz de Sabina leyendo en recitales ante un clamoroso público, poemas de otros. Ha quedado grabada la lectura durante un concierto, de un emblemático texto de Neruda, “Oda a la crítica”. Cuando se lo escucha, se percibe el placer de la lengua húmeda de Sabina rozando los labios, pronunciando aquello verso por verso, con un goce infinito. Es el lector absoluto de poesía, es el lector que escribe y que canta.

11 septiembre 2009

El teatro del bien y del mal


En la lucha del Bien contra el Mal, siempre es el pueblo quien pone los muertos.

Los terroristas han matado a trabajadores de cincuenta países, en Nueva York y en Washington, en nombre del Bien contra el Mal. Y en nombre del Bien contra el Mal, el presidente Bush jura venganza: "Vamos a eliminar el Mal de este mundo", anuncia.

¿Eliminar el Mal? ¿Qué sería del Bien sin el Mal? No sólo los fanáticos religiosos necesitan enemigos, para justificar su locura.
También necesitan enemigos, para justificar su existencia, la industria de armamentos y el gigantesco aparato militar de los Estados Unidos. Buenos y malos, malos y buenos: los actores cambian de máscaras, los héroes pasan a ser monstruos y los monstruos héroes, según exigen los que escriben el drama.

Eso no tiene nada de nuevo. El científico alemán Werner von Braun fue malo cuando inventó los cohetes V-2, que Hitler descargó sobre Londres, pero se convirtió en bueno el día en que puso su talento al servicio de los Estados Unidos.

Stalin fue bueno durante la segunda guerra mundial y malo después, cuando pasó a dirigir el Imperio del Mal. En los años de la guerra fría, escribió John Steinbeck: "Quizá todo el mundo necesita rusos.
Apuesto a que también en Rusia necesitan rusos. Quizá ellos los llaman americanos". Después, los rusos se abuenaron. Ahora, también Putin dice: "El Mal debe ser castigado". Saddam Hussein era bueno, y buenas eran las armas químicas que empleó contra los iraníes y los kurdos.
Después, se amaló. Ya se llamaba Satán Hussein cuando los Estados Unidos, que venían de invadir Panamá, invadieron Irak porque Irak había invadido Kuwait. Bush Padre tuvo a su cargo esta guerra contra el Mal. Con el espíritu humanitario y compasivo que caracteriza a su familia, mató a más de cien mil iraquíes, civiles en su gran mayoría.

Satán Hussein sigue estando donde estaba, pero este enemigo número uno de la humanidad ha caído a la categoría de enemigo número dos. El flagelo del mundo se llama, ahora, Osama Bin Laden. La CIA le había enseñado todo lo sabe en materia de terrorismo: Bin Laden, amado y armado por el gobierno de los Estados Unidos, era uno de los principales "guerreros de la libertad" contra el comunismo en Afganistán. Bush Padre ocupaba lavicepresidencia cuando el presidente Reagan dijo que estos héroes eran "el equivalente moral de los Padres Fundadores de América". Hollywood estaba de acuerdo con la Casa Blanca. En esos tiempos, se filmó Rambo 3: los afganos musulmanes eran los buenos. Ahora son malos malísimos, en tiempos de Bush Hijo, trece años después.

Henry Kissinger fue de los primeros en reaccionar ante la reciente tragedia. "Tan culpables como los terroristas son quienes les brindan apoyo, financiación e inspiración", sentenció, con palabras que el presidente Bush repitió horas después.

Si eso es así, habría que empezar por bombardear a Kissinger. El resultaría culpable de muchos más crímenes que los cometidos por Bin Laden y por todos los terroristas que en el mundo son. Y en muchos más países: actuando al servicio de varios gobiernos norteamericanos, brindó "apoyo, financiación e inspiración" al terror de estado en Indonesia, Camboya, Chipre, Filipinas, Africa del Sur, Irán, Bangladesh y en los países sudamericanos que sufrieron la guerra sucia del Plan Cóndor. El 11 de setiembre de 1973, exactamente 28 años antes de los fuegos de ahora, había ardido el palacio presidencial en Chile.
Kissinger había anticipado el epitafio de Salvador Allende y de la democracia chilena, al comentar el resultado de las elecciones: "No tenemos por qué aceptar que un país se haga marxista por la irresponsabilidad de su pueblo". El desprecio por la voluntad popular es una de las muchas coincidencias entre el terrorismo de estado y el terrorismo privado. Por poner un ejemplo, la ETA, que mata gente en nombre de la independencia del País Vasco, dice a través de uno de sus voceros: "Los derechos no tienen nada que ver con mayorías y minorías".

Mucho se parecen entre sí el terrorismo artesanal y el de alto nivel tecnológico, el de los fundamentalistas religiosos y el de los fundamentalistas del mercado, el de los desesperados y el de los poderosos, el de los locos sueltos y el de los profesionales de uniforme. Todos comparten el mismo desprecio por la vida humana: los asesinos de los cinco mil ciudadanos triturados bajo los escombros de las torres gemelas, que se desplomaron como castillos de arena seca, y los asesinos de los doscientos mil guatemaltecos, en su mayoría indígenas, que han sido exterminados sin que jamás la tele ni los diarios del mundo les prestaran la menor atención.

Ellos, los guatemaltecos, no fueron sacrificados por ningún fanático musulmán, sino por los militares terroristas que recibieron "apoyo, financiación e inspiración" de los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos. Todos los enamorados de la muerte coinciden también en su obsesión por reducir a términos militares las
contradicciones sociales, culturales y nacionales. En nombre del Bien contra el Mal, en nombre de la Unica Verdad, todos resuelven todo matando primero y preguntando después. Y por ese camino, terminan alimentando al enemigo que combaten. Fueron las atrocidades de Sendero Luminoso las que en gran medida incubaron al presidente Fujimori, que con considerable apoyo popular implantó un régimen de terror y vendió el Perú a precio de banana. Fueron las atrocidades de los Estados Unidos en Medio Oriente las que en gran medida incubaron la guerra santa del terrorismo de Alá.

Aunque ahora el líder de la Civilización esté exhortando a una nueva Cruzada, Alá es inocente de los crímenes que se cometen en su nombre.
Al fin y al cabo, Dios no ordenó el holocausto nazi contra los fieles de Jehová y no fue Jehová quien dictó la matanza de Sabra y Chatila ni quien mandó expulsar a los palestinos de su tierra. ¿Acaso Jehová, Alá y Dios a secas no son tres nombres de una misma divinidad? Una tragedia de equívocos: ya no se sabe quién es quién. El humo de las explosiones forma parte de una mucho más enorme cortina de humo que nos impide ver. De venganza en venganza, los terrorismos nos obligan a caminar a los tumbos. Veo una foto, publicada recientemente: en una pared de Nueva York, alguna mano escribió: "Ojo por ojo deja al mundo ciego". La espiral de la violencia engendra violencia y también confusión: dolor, miedo, intolerancia, odio, locura. En Porto Alegre, a comienzos de este año, el argelino Ahmed Ben Bella advirtió: "Este sistema, que ya enloqueció a las vacas, está enloqueciendo a la gente". Y los locos, locos de odio, actúan igual que el poder que los genera. Un niño de tres años, llamado Luca, comentó en estos días: "El mundo no sabe dónde está su casa". El estaba mirando un mapa. Podía haber estado mirando un noticiero.

(*) Eduardo Galeano, escritor y periodista uruguayo, autor de "Las venas abiertas de América Latina" y "Memorias del fuego".

Julio Cortázar - Rayuela Cap. 7


Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mi para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja...

...Me miras, de cerca me miras, cada vez mas de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez mas de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, Jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua. (fragmento)



Alejandra Pizarnik - Piedra Fundamental

No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.

Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo.

Un canto que atravieso como un túnel.

Presencias inquietantes, gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las alude, signos que insinúan terrores insolubles.

Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y barrenan, y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos, los fundamentos, aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi terreno baldío, no, he de hacer algo, no, no he de hacer nada, algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa dentro de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente distinta de ella.

En el silencio mismo (no en el mismo silencio) tragar noche, una noche inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.

No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.

¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado.

Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos nevados?

Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que con un tren algo salido de los rieles que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo.)

Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en mis sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas. (Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.)

(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el canto...)

Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo para aleccionar a la que extravió en mí su musicalidad y trepida con más disonancia que un caballo azuzado por una antorcha en las arenas de un país extranjero).

Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me había muerto y que la muerte era decir un nombre sin cesar.

No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una trampa, un escenario más.

Cuando el barco alternó su ritmo y vaciló en el agua violenta, me erguí como la amazona que domina solamente con sus ojos azules al caballo que se encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El agua verde en mi cara, he de beber de ti hasta que la noche se abra. Nadie puede salvarme pues soy invisible aun para mí que me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.

Hay un jardín.


Las olas - Virginia Woolf

El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin. Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una vieja botella, dejando al cristal su transparencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo translúcido, cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido lo cual si el brazo de una mujer tendida debajo del horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se fundieron en un solo fluido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fue adquiriendo gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar ya no fue sino una sola extensión de oro. La luz golpeó sucesivamente los árboles del jardín iluminando una tras otra las hojas, que se tornaron transparentes. Un pájaro gorjeó muy alto; hubo una pausa: más abajo, otro pájaro repitió su gorjeo. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó, como la punta de un abanico, sobre una persiana blanca; el dedo del sol marcó sombras azules en el arbusto junto a la ventana del dormitorio. La persiana se estremeció dulcemente. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insustancial. Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías. (fragmento) 1931

Virginia Woolf - Orlando

"Habiendo interrogado al hombre y al pájaro y a los insectos (porque los peces, cuentan los hombres que para oírlos hablar han vivido años su soledad de verdes cavernas, nunca, nunca lo dicen, y tal vez lo saben por eso mismo), habiendo interrogado a todos ellos sin volvernos más sabios, sino más viejos y más fríos -porque ¿no hemos, acaso, implorado el don de aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño, que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida?- fuerza es retroceder y decir directamente al lector que espera, todo trémulo, escuchar qué cosa es la vida: ¡ay! no lo sabemos. " (fragmento)

“Cuando los besos saben a alquitrán, cuando las almohadas son de hielo,
cuando el enfermo aprende a blasfemar,
cuando no salen trenes para el
cielo,
a la hora de maldecir,
a la hora de mentir.
Cuando marca sus
cartas el tahúr
y rompe el músico su partitura
y vuelve Nosferatu al
ataúd
y pasa el camión de la basura,
a la hora de crecer,
a la hora
de perder,
cuando ladran los perros del amanecer.”

__

“En la posada del fracaso,
donde no hay consuelo ni ascensor,
el desamparo y la humedad
comparten colchón
y cuando, por la calle,
pasa la vida, como un huracán,
el hombre del traje gris
saca un sucio calendario del
bolsillo y grita
¿quién me ha robado el mes de abril?
¿pero cómo pudo sucederme a mí?
¿quién me ha robado el mes de abril?
Lo guardaba en el cajón
donde guardo el corazón.”

__

“Cuando agoniza la fiesta
todas encuentran pareja
menos Lola
que se va, sin ser besada,
a dormirse como cada
noche sola
y una lágrima salada
con sabor a mermelada
de ternura
moja el suelo de su alcoba
donde un espejo le roba
la hermosura.
Nadie sabe cómo le queman en la boca
tantos besos que no ha dado,
tiene el corazón tan de par en par y tan oxidado.”

__

“Algunas veces vivo, y otras veces
la vida se me va con lo que escribo,
algunas veces busco un adjetivo
inspirado y posesivo que te arañe el corazón.
luego arrojo mi mensaje,
se lo lleva de equipaje
una botella…, al mar de tu incomprensión.
No quiero hacerte chantaje,
sólo quiero regalarte una canción.”

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“Desnuda se sentía igual que un pez en el agua,
vestirla era peor que amortajarla,
inocente y perversa como un mundo sin dioses,
alegre y repartida como el pan de los pobres.
No quise retenerla, ¿de qué hubiera servido
deshacer las maletas del olvido?
Pero no sé qué diera por tenerla ahora mismo
mirando por encima de mi hombro lo que escribo.
Le di mis noches y mi pan, mi angustia, mi risa,
a cambio de sus besos y su prisa,
con ella descubrí que hay amores eternos
que duran lo que dura un corto invierno.”

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“No soporta el dolor, le divierte inventar
que vive lejos, en un raro país,
cuando viaja en sueños lo hace sin mí,
cada vez que se aburre de andar, da un salto mortal.
Cuando el sol fatigado se dedica a manchar
de rosa las macetas de mi balcón
juega conmigo al gato y al ratón,
si le pido “quédate un poco más”, se viste y se va.
Cuanto más le doy ella menos me da
Por eso a veces tengo dudas, ¿no será un tal Judas
el que le enseñó a besar?”