07 agosto 2010

Don Jorge Cepernic/por Osvaldo Bayer

Desde Bonn, Alemania

Se nos murió don Jorge. Ya han pasado dos semanas. Quise dejar pasar todos estos días antes de escribir esto. Leer todo lo que en estos días se escribió sobre él. Y entonces, sí, dedicarle estas páginas a quien lo mereció. Don Jorge Cepernic, gobernador de Santa Cruz en aquellos años cruciales donde se iba a definir el futuro de los que buscábamos otra Argentina. Don Jorge Cepernic, gobernador de Santa Cruz elegido por su pueblo. Pero gobernador por pocos meses. Una historia argentina.

Fue en el año 1970 que lo conocí.Viajé a Santa Cruz para iniciar la investigación de las huelgas rurales de los años 1920-22.

Los fusilamientos de los peones de campo por parte del Ejército argentino durante la presidencia de Yrigoyen eran un tema del cual no se hablaba.“De eso no se habla”, era la respuesta casi obligada ante la pregunta: “¿Qué pasó en estas tierras en aquellos años?”. A don Jorge me lo presentó el doctor Paradelo, hijo de quien había sido gobernador santacruceño en el año ’58. Me dijo: “Don Jorge Cepernic, santacruceño hasta la médula de los huesos, hombre del campo y la ciudad, él te va a relatar toda la verdad”.

Y fue así. Me recibió como a alguien que hubiera esperado muchos años. Se maravilló de que a uno de Buenos Aires le interesara revisar la historia patagónica. Y se puso a mi disposición. “Le voy a presentar a todos los que viven todavía de esa época”, me dijo. Y, con tiempo, me preparó un programa de viajes por el interior de la provincia. El mismo me iba a llevar en su autito Fiat 600. Y lo hizo. Anduvimos kilómetros y kilómetros en ese ratoncito con motor, saltando por esos caminos llovidos de piedras. Pero don Jorge no se inmutaba. Nos deteníamos ante las estancias y me contaba la historia de sus propietarios y cuáles habían sido sus comportamientos durante las huelgas rurales. Entrábamos y me presentaba desde el patrón hasta el último peón. Siempre había alguien que daba datos sobre sobrevivientes de aquellos hechos y dónde vivían.

Mientras viajábamos me relataba que él tenía seis años cuando se iniciaron las huelgas y que su padre –croata que llegó a los 18 años a la Patagonia– tenía un negocio de verduras y frutas, y que siempre ayudó a los perseguidos por la represión del Ejército. Y que él vio cuando trajeron –durante la primera huelga– a los caídos en El Cerrito, en un enfrentamiento con la policía, y los velaron en el local de la Sociedad Obrera. También así conoció a Antonio Soto, el líder del movimiento.

En ese viaje me di cuenta de la amplitud de ese hombre. Cómo comprendía el porqué de las huelgas y que lo que exigían era muy poco. Además, para él, siempre fue inexplicable la orden dada por el presidente Yrigoyen al teniente coronel Varela, con la pena de muerte por “subversión” a quien se resistiera a la orden de volver al trabajo.

“Yo conocí a esas peonadas, gente silenciosa y de trabajo. Aguantadora pero con fuerza para decir basta cuándo la explotación llegaba a no respetar la dignidad humana”, me decía don Jorge mientras guiaba su autito en esas distancias interminables.

A don Jorge lo saludaba todo el mundo. Un hombre de trabajo con su “campito”, como él llamaba a su estanzuela cerca del El Calafate, y su casa sencillamente patagónica de Río Gallegos.

Ese hombre, años después de nuestro encuentro, fue elegido gobernador de Santa Cruz en las elecciones de 1973 –aquellos comicios nacionales en que se consagró presidente a Cámpora– con amplia mayoría. Es que todo el mundo lo conocía a don Jorge: honrado, humilde, hombre de la tierra que siempre había vivido en su provincia, que salió a la protesta cuando vio injusticia en su sociedad y que hablaba de su paisaje, del que me dijo varias veces: “A esto hay que convertirlo en un paraíso real para la gente”. Don Jorge.

Mientras tanto habían salido ya mis dos primeros tomos sobre la huelga patagónica y los cineastas Olivera y Ayala, no bien los leyeron, decidieron filmar la verdad histórica de esa innoble injusticia que había ahogado en sangre la protesta de los desposeídos. Así nacieron los planes del film La Patagonia rebelde. Y aquí se inicia un capítulo que lo dice todo de una sociedad: el miedo de los funcionarios “responsables”, el mirar para otro lado y el ejercicio del poder para prohibir. “Se prohíbe” y se acabó. Como dijo meses después el mayor censor de la historia argentina, Manuel Paulino Tato. Hombre de misa diaria.

Pero vayamos al comienzo del drama. Gobernador, Don Jorge; presidente, Cámpora; interventor de la censura cinematográfica, Getino –el valiente de La hora de los hornos–. No hubo ningún problema. Getino aprobó el guión sin pestañear y viajamos a Santa Cruz para filmar en los lugares históricos.

El gobernador, don Jorge Cepernic, nos recibió con los brazos abiertos. El banco de la provincia nos dio un préstamo y el gobernador dio permiso de filmar en todo el territorio provincial y, justamente, en los lugares históricos. Más todavía, don Jorge nos puso a disposición a los cadetes de la escuela de policía para que hicieran de “extras” en el film representando el papel de los soldados.

Pero nada iba a ser fácil. Cuando miembros del Ejército se enteraron del proyecto, comenzaron a moverse. A través de informantes supieron que el final del film iba a ser la escena donde las prostitutas de San Julián rechazaron a los soldados fusiladores, después de la matanza de peones. Todo menos esa escena iban a permitir los militares.

Ya había renunciado Cámpora. Se había producido la presidencia de Lastiri –quien había procedido a prohibir mi primer libro, Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia. El ambiente venía mal. Pero asumió Perón.

En medio de la filmación, en una estancia cercana a Puerto Santa Cruz, un mediodía vemos aparecer un automóvil. De él baja el propio gobernador, don Jorge Cepernic. Me busca a mí, con quien era el único del grupo filmador que tenía amistad. Me lleva aparte y me dice: “Me acaban de llamar de Casa de Gobierno preguntándome quién dio permiso para filmar tu libro en el territorio de esta provincia”. Me miró largo, en silencio. Comprendí. Pero me dio esperanzas. Agregó: “Te pido que les digas a Olivera y a los actores que traten de filmar lo más rápido posible y terminar cuanto antes. Yo, mientras tanto, voy a ganar tiempo haciéndome el que no entiendo”. Don Jorge era así. Arriesgaba su cargo de gobernador por ser fiel a la verdad histórica.

No voy a olvidar más a ese gobernador caminando de nuevo hasta su auto para regresar a Río Gallegos, y me dije: “Un gobernador recorre kilómetros para avisar a un amigo de los peligros que hay. No me vino a decir: ‘Acábenla ya mismo con eso’. No, me dijo sólo que nos apurarámos”. La actitud de un verdadero Hijo del Pueblo.

La escena se iba a repetir. Cuando filmábamos, dos semanas después, cerca de Lago Argentino, en la estancia La Primavera, las últimas tomas de exteriores, el gobernador Cepernic se tomó el avión para venir y volver a decirnos que el problema se había agravado y que había mucha indignación entre los oficiales del Ejército. Pero en ningún momento nos pidió o exigió que nos fuéramos ya y que no lo comprometiéramos más.

Sí, el film pudo estrenarse con un éxito increíble, a salas llenas, después de meses enteros de no permitirse la exhibición. En ese ínterin muere Perón y el mismo día nuestro film obtiene el Oso de Plata del Festival de Berlín. Este último factor ayudó para que el film no fuera prohibido de inmediato. Comienza uno de los períodos más nefastos de nuestra vida política: el régimen de López Rega y sus Tres A. El gobierno de Jorge Cepernic es intervenido por la presidenta Isabel Perón y con la aprobación del Congreso de la Nación, y reemplazado por el funcionario Augusto Saffores, en el mismo momento en que Cepernic se proponía expropiar uno de los más grandes latifundios de esa provincia, de capitales británicos. Es que Cepernic nunca podía olvidar que Roca, justamente el genocida de los pueblos originarios, durante su segunda presidencia había otorgado –por la concesión Grünbein– 2.500.000 héctareas de Santa Cruz a 137 estancieros ingleses.

A don Jorge se le quitó la gobernación. Una de las medidas más injustas de nuestra historia política. Esa decisión se tomó también contra los gobernadores de otras cuatro provincias que se proponían cumplir con lo prometido en las elecciones.

Después, su fidelidad a sus ideales iba a ser pagada cara por don Jorge. La dictadura de la desaparición de personas lo hará detener y pasará más de cinco años de prisión en la cárcel militar de Magdalena. La humillación más absoluta. Cuando le preguntó al coronel jefe de la prisión por qué lo tenían tanto tiempo preso, le contestó el uniformado: “Porque usted permitió la filmación de La Patagonia rebelde en su provincia”. Pecado mortal. Denunciar la verdad de nuestra historia, en nuestro país, era ser subversivo contra el orden establecido.

Luego de casi seis años de cárcel, debió cumplir prisión domiciliaria en su casa de La Josefina”, su “campito”, como lo llamaba él. Allí continuó la humillación ya que allí convivían, para vigilarlo, cuatro policías por turno a los cuales la esposa de don Jorge –la inolvidable y eterna compañera de él, Sofía Vicic– debía cocinarles y servirles la comida. Hasta que don Jorge, en esos actos siempre frescos e insurgentes de él, se escapó por una ventana, fue a la comisaría más cercana y dijo: “Aquí me quedo, ni mi mujer ni mis hijos tienen que sufrir esta humillación en mi casa con esa guardia permanente”.

Cuando hace pocos meses filmamos mi regreso a los lugares donde cuarenta años antes había hecho la investigación de las huelgas patagónicas, grabamos mi última entrevista con don Jorge. Siempre el mismo. Con ganas de poder alguna vez cumplir con sus ideales de justicia social en su querida tierra patagónica. La nostalgia de todo lo vivido nos cubrió de emoción. Me despedí con el abrazo reconocido que se da a los hombres honrados, a los hombres de la generosidad.

La calle de Río Gallegos donde vivieron mis padres y nació mi hermano mayor se llama Roca, el nombre del genocida. Ojalá que alguna vez se llame Jorge Cepernic: un santacruceño de ley que sufrió todas las humillaciones y que quería hacer de toda esa tierra un ejemplo para un país justo, sin niños con hambre, sin villas miseria, sin violencias. Ojalá existan en el futuro hombres como él con el coraje civil de hacerlo. Se lo merece. Fue, lo repito, un verdadero Hijo del Pueblo.

Julio Cortázar - Rayuela Cap. 7


Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mi para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja...

...Me miras, de cerca me miras, cada vez mas de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez mas de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, Jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua. (fragmento)



Alejandra Pizarnik - Piedra Fundamental

No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.

Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo.

Un canto que atravieso como un túnel.

Presencias inquietantes, gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las alude, signos que insinúan terrores insolubles.

Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y barrenan, y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos, los fundamentos, aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi terreno baldío, no, he de hacer algo, no, no he de hacer nada, algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa dentro de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente distinta de ella.

En el silencio mismo (no en el mismo silencio) tragar noche, una noche inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.

No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.

¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado.

Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos nevados?

Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que con un tren algo salido de los rieles que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo.)

Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en mis sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas. (Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.)

(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el canto...)

Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo para aleccionar a la que extravió en mí su musicalidad y trepida con más disonancia que un caballo azuzado por una antorcha en las arenas de un país extranjero).

Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me había muerto y que la muerte era decir un nombre sin cesar.

No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una trampa, un escenario más.

Cuando el barco alternó su ritmo y vaciló en el agua violenta, me erguí como la amazona que domina solamente con sus ojos azules al caballo que se encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El agua verde en mi cara, he de beber de ti hasta que la noche se abra. Nadie puede salvarme pues soy invisible aun para mí que me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.

Hay un jardín.


Las olas - Virginia Woolf

El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin. Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una vieja botella, dejando al cristal su transparencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo translúcido, cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido lo cual si el brazo de una mujer tendida debajo del horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se fundieron en un solo fluido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fue adquiriendo gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar ya no fue sino una sola extensión de oro. La luz golpeó sucesivamente los árboles del jardín iluminando una tras otra las hojas, que se tornaron transparentes. Un pájaro gorjeó muy alto; hubo una pausa: más abajo, otro pájaro repitió su gorjeo. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó, como la punta de un abanico, sobre una persiana blanca; el dedo del sol marcó sombras azules en el arbusto junto a la ventana del dormitorio. La persiana se estremeció dulcemente. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insustancial. Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías. (fragmento) 1931

Virginia Woolf - Orlando

"Habiendo interrogado al hombre y al pájaro y a los insectos (porque los peces, cuentan los hombres que para oírlos hablar han vivido años su soledad de verdes cavernas, nunca, nunca lo dicen, y tal vez lo saben por eso mismo), habiendo interrogado a todos ellos sin volvernos más sabios, sino más viejos y más fríos -porque ¿no hemos, acaso, implorado el don de aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño, que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida?- fuerza es retroceder y decir directamente al lector que espera, todo trémulo, escuchar qué cosa es la vida: ¡ay! no lo sabemos. " (fragmento)

“Cuando los besos saben a alquitrán, cuando las almohadas son de hielo,
cuando el enfermo aprende a blasfemar,
cuando no salen trenes para el
cielo,
a la hora de maldecir,
a la hora de mentir.
Cuando marca sus
cartas el tahúr
y rompe el músico su partitura
y vuelve Nosferatu al
ataúd
y pasa el camión de la basura,
a la hora de crecer,
a la hora
de perder,
cuando ladran los perros del amanecer.”

__

“En la posada del fracaso,
donde no hay consuelo ni ascensor,
el desamparo y la humedad
comparten colchón
y cuando, por la calle,
pasa la vida, como un huracán,
el hombre del traje gris
saca un sucio calendario del
bolsillo y grita
¿quién me ha robado el mes de abril?
¿pero cómo pudo sucederme a mí?
¿quién me ha robado el mes de abril?
Lo guardaba en el cajón
donde guardo el corazón.”

__

“Cuando agoniza la fiesta
todas encuentran pareja
menos Lola
que se va, sin ser besada,
a dormirse como cada
noche sola
y una lágrima salada
con sabor a mermelada
de ternura
moja el suelo de su alcoba
donde un espejo le roba
la hermosura.
Nadie sabe cómo le queman en la boca
tantos besos que no ha dado,
tiene el corazón tan de par en par y tan oxidado.”

__

“Algunas veces vivo, y otras veces
la vida se me va con lo que escribo,
algunas veces busco un adjetivo
inspirado y posesivo que te arañe el corazón.
luego arrojo mi mensaje,
se lo lleva de equipaje
una botella…, al mar de tu incomprensión.
No quiero hacerte chantaje,
sólo quiero regalarte una canción.”

__

“Desnuda se sentía igual que un pez en el agua,
vestirla era peor que amortajarla,
inocente y perversa como un mundo sin dioses,
alegre y repartida como el pan de los pobres.
No quise retenerla, ¿de qué hubiera servido
deshacer las maletas del olvido?
Pero no sé qué diera por tenerla ahora mismo
mirando por encima de mi hombro lo que escribo.
Le di mis noches y mi pan, mi angustia, mi risa,
a cambio de sus besos y su prisa,
con ella descubrí que hay amores eternos
que duran lo que dura un corto invierno.”

__

“No soporta el dolor, le divierte inventar
que vive lejos, en un raro país,
cuando viaja en sueños lo hace sin mí,
cada vez que se aburre de andar, da un salto mortal.
Cuando el sol fatigado se dedica a manchar
de rosa las macetas de mi balcón
juega conmigo al gato y al ratón,
si le pido “quédate un poco más”, se viste y se va.
Cuanto más le doy ella menos me da
Por eso a veces tengo dudas, ¿no será un tal Judas
el que le enseñó a besar?”