Para todos, para mí mismo, la historia comienza el día que hizo volar en pedazos al Raquelita, en el 28. Era una chata de once metros con un motor Regal. El viejo tenía la maldita costumbre de mojar un papel retorcido en el carburador, luego quitaba el cable de una de las bujías, lo arrimaba al block y con la chispa encendía el papel y con el papel uno de esos cigarros que llevaba desparramados por los bolsillos. Recuerdo aquel olor pestilente y las grandes manchas marrones con dos y hasta tres aureolas en tonos más débiles donde tenía un bolsillo que había sido alcanzado por el agua. Esto sucedía bastante a me-nudo, de manera que en los viajes largos era común ver algunos cigarros secándose sobre el block. Echaban un humo más pa-recido al de una estopa empapada en gasoil que al de un auténtico cigarro.
Algunas veces el ruego se había contagiado al carburador pero mi padre no perdía la cabeza por eso. Sin dejar de encender el cigarro depositaba la otra mano sobre el carburador y ahoga-ba el fuego. Pero un día aquella mano llegó demasiado tarde. Poco a poco se había formado en la sentina un charquito de nafta que con el tiempo se extendió a todo lo largo del Raquelita. Eso, naturalmente, fue el fin. Con aquellos cigarros el viejo casi había perdido el olfato. Dos o tres veces, al inclinarse para buscar cualquier cosa, había entrevisto aquel brillo movedizo que se extendía cada vez más, pero como no estaba en condicio-nes de reparar en el olor de nada debió pensar o prefirió pensar, si es que pensó en algo, que el barco hacía un poco de agua.
Un día, pues, encendió el cigarro de acuerdo con sus procedimientos y fue como si encendiera el mundo entero de una punta a otra. Instintivamente, el viejo alargó una mano hacia el carburador pero ni el carburador, ni él estaban más allí dónde debían estar. Sin saber cómo, se encontró en medio del agua con el cigarro todavía en la boca. El Raquelita, por su parte, o lo que quedaba de él, aparecía a unos diez metros. Después de todo, nunca había lucido tan bien, ni tan espléndido aquel barco de por sí oscuro. Cada tabla brillaba como una barra de oro. Cuando voló el tanque suplementario, el viejo tuvo más bien un estremecimiento de júbilo, como si se tratara del día del juicio para un justo o algo por el estilo. Fue todo muy breve y muy solemne, según dijo.
Eso ocurrió cuando mi padre tenía cuarenta y cinco años, apenas uno después que apareció en las islas. El recuerdo de los de la costa y mi propio recuerdo arrancan de ahí. Nadie tuvo noticias del viejo hasta el 28 y la verdad es que con lo que hizo o deshizo desde entonces hasta su muerte, en el 37, hubo de sobra. (Y con todo, también a él, tan denso y macizo, tan único, se lo llevó el tiempo. ¿Quién recuerda ahora a mi padre?)
Antes del 28, según parece, estuvo transportando pólvora desde Pernambuco hasta Río Grande do Sul a bordo del Isla Madre de Dens, que voló también en su tiempo entre el faro Mostardas y Solidao, sin faro por aquel entonces. Pero éstas son meras conjeturas a través de brumosas y no expresas referencias porque el viejo hablaba poco y en un estilo complicado.
Después de lo del Raquelita compró uno de los botes sal-vavidas que habían pertenecido al Speranza, que se hundió en el Canal del Norte a la altura de Punta Colorada, en el 23. Era un casco tinglado de siete metros de eslora con dos tanques de aire. El viejo le colocó un Penta de 4 cilindros.
Por ese tiempo se instaló al fondo del Desaguadero, cerca de los bancos, en una casilla que armó con tablas de cajones de automóviles un poco apartada de la costa. Una zanja con la entrada disimulada por un sauce tumbado, que el viejo levan-taba o bajaba a voluntad con un aparejo, permitía arrimar el barquito hasta la misma casilla. Uno y otra estaban pintados con un color impreciso, entre el verde y el marrón, de manera que pasaban inadvertidos. Al viejo le reventaba un barco de ese color y toda la vida se pasó soñando con uno bien blanco. En realidad mi recuerdo parte de ahí. Lo demás es incierto y fragmentario y parece el recuerdo de otro. Ahora mismo, a pesar del tiempo, lo veo sentado en el piso de la pequeña galena que daba al frente con el sombrero rumbado sobre los ojos y los pies apoyados en la baranda. Casi toda la semana se la pasaba echado allí fumando aquellos cigarros apestosos, con una bo-tella de caña paraguaya al alcance de la mano.
—Hijo —solía decir con esa voz profunda que le salía desde adentro y medio cigarro entre los labios—, la verdad que Dios hizo seis días para descansar y el séptimo para trabajar, ya que no había más remedio. A veces el sexto y el séptimo, según como vengan las cosas. Pero estos mierdas de ingleses han dado vuelta todo el asunto...