Los Diálogos entre Jorge Luis Borges (Buenos Aires, agosto 24 de 1899-Ginebra, junio 14 de 1986) y Ernesto Sábato (Rojas, Provincia de Buenos Aires, junio 24 de 1911), “Compaginados por Orlando Barone”, aparecieron por primera vez en Argentina, en 1976, impresos por Emecé Editores. Para la reedición de 1996 pergeñada por la misma empresa, Orlando Barone incluyó un prólogo donde reseña las circunstancias que originaron, “en el atardecer del 7 de octubre de 1974”, un breve reencuentro entre Borges y Sábato, acogidos por un grupo de amigos que se hallaban en la librería La Ciudad, en Buenos Aires, departiendo “en el cálido clima de la presentación de un libro”.
Habían transcurrido 18 años desde la furibunda polémica suscitada en torno al folleto antiperonista de Ernesto Sábato: El otro rostro del peronismo. Carta abierta a Mario Amadeo (Imprenta López, 1956); es decir, desde que “el rencor político” los alejó. Sábato, en el afectuoso prólogo de Tango, discusión y clave (Losada, 1963), había recordado su redescubrimiento de Buenos Aires a través de los poemas de Borges, simbólicamente fumaba la pipa de la paz con él, y le rendía tributo al compartirle su libro. Anneliese von der Lippen, traductora alemana y amiga de Borges, no hacía mucho que le había leído a éste las fraternales palabras de Sábato. Así, en el reencuentro en la librería La Ciudad (situada casi al frente del edificio donde Borges vivía en el departamento B del sexto piso de Maipú 994), el ciego escritor le agradeció tales palabras.
Y dentro de la efervescencia de la charla propiciatoria en la que también incidió “un bello ejemplar de Don Quijote”, Orlando Barone tuvo la idea de convocarlos para “una serie de diálogos intensos y amplios que pudieran convertirse en libro”. Borges, días más tarde, aceptó allí mismo en la librería La Ciudad; y a Sábato, dice Barone, tuvo que convencerlo “en una mesa del bar El Dandy”.
Se acordó, como “regla de juego” propuesta por Borges, que “no se tocarían las cuestiones ‘peronismo-antiperonismo’ ni la actualidad política”. Sábato cedió, no sin observar que la política “suele entrar por la ventana o por una hendija cuando uno menos se lo espera”.
Dice Orlando Barone que “El encuentro se acordó así bajo una envoltura coloquial, de tertulia; coincidimos en que la charla se iría anudando sobre la marcha, espontáneamente, como suele suceder entre amigos donde puede hablarse de Dios, del amor, y enseguida contarse un chiste.”
Al inicio de los Diálogos, Borges tenía 75 años, Sábato 63 y Barone 35. Las reuniones, “de dos y tres horas”, se sucedieron durante siete sábados. De ahí que cada charla lleve como título la fecha del sábado en que se celebró: “14 de diciembre de 1974”, “21 de diciembre de 1974”, “11 de enero de 1975”, “15 de febrero de 1975”, “1º de marzo de 1975”, “8 de marzo de 1975” y “15 de marzo de 1975”. La segunda sesión se efectuó “en el bar de Maipú y Córdoba”. Las otras seis en el departamento de la pintora Reneé Noetinger, amiga de los protagonistas, ubicado en un edificio de la calle Maipú, cuyo piso daba exactamente al del sexto piso del edificio donde los Borges (el escritor y su madre) vivían, desde 1944, en el susodicho departamento B, y donde doña Leonor Acevedo de Borges, con casi 99 años, se hallaba en cama y casi paralítica, y cuya muerte ocurriría el 8 de julio de 1975.
El papel de Orlando Barone iniciado, dice, como “bisagra o Celestina literaria” entre esos dos grandes que “no eran amigos ni presumían serlo”, consistió en manipular la grabadora y los casetes, en ejecutar la transcripción mecanográfica, el cotejo y la corrección con Borges y con Sábato, quienes “obraron por separado”, dice, con un mutuo desapego “tan distinto de la vivida y compartida cordialidad de los largos momentos del diálogo”. De ahí que tras las primeras ediciones del libro, ninguno “volvió a preguntar por el otro” (sic).
Pero además de que entre las palabras y silencios de los protagonistas, Orlando Barone de vez en cuando mete su cuchara con una pregunta, sugerencia u opinión, siempre matiza con sus siete brevísimos prólogos, con palabras insertadas entre los parlamentos de Borges y de Sábato (tal si fuera un libreto teatral), y con escuetos comentarios y reflexiones personales que intercala en medio del fluir de las secuencias. Por si fuera poco, también hizo un trabajo de edición, quizá con el consentimiento de ambos, pues hubo fragmentos que fueron omitidos; siendo así las cosas quizá debió titularse Triálogos. Cabe preguntarse, además, desde el radiofónico patio de algún populoso conventillo (no necesariamente porteño ni exento de compadritos): ¿qué fue lo excluido y condenado al silencio? Y si este libro, pulido hasta la asepsia (a imagen y semejanza de un huevo sin sal y sin chile jalapeño), es sólo un mero artilugio de lo que en realidad fueron las charlas.
Así, el fragmentario esbozo que Orlando Barone hizo en 1975 del contexto en que se desarrollaron los Diálogos no está glosado con un tratamiento de crónica periodística, sino con apuntes de índole subjetiva y literaria. Apenas y alude el departamento de Reneé Noetinger, la silueta y el movimiento de los protagonistas y lo que solían beber; y casi no dice nada de la expectación que Borges y Sábato despertaron entre los parroquianos al reunirse “en el bar de Maipú y Córdoba”. Más bien se concentró en enmarcar la supuesta relevancia que implican sus azarosas palabras dichas al vapor.
Al inicio de los Diálogos, Borges llevaba “cuatro o cinco meses” sin cobrar su pensión de profesor de literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, pues no le habían confirmado su jubilación (en las burocráticas y kafkianas oficinas administrativas le habían dicho que hasta que no se confirmara ese dato no debía molestarse ni molestar); no tardarían en aparecer los cuentos de El libro de arena (Emecé, 1975) –en buena medida urdidos con el amanuense y lazarillo apoyo de Norman Thomas di Giovanni; los poemas de La rosa profunda (Emecé, 1975) y los Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, 1975). Y no faltaba mucho para que empezara a dirigir y a escribir (con el tácito e implícito auxilio de María Esther Vázquez, su futura biógrafa) los prefacios para las antologías de La Biblioteca di Babele, que en 1975, en Parma, Italia, y en italiano, Franco Maria Ricci comenzaría a editar con exquisitez de bibliófilo. Ricci, hasta 1985, publicó 33 títulos; de los cuales, en español, se hicieron dos series: 6 títulos impresos en Buenos Aires, entre 1978 y 1979, por Ediciones Librería de La Ciudad; y 33 impresos en Madrid, entre 1983 y 1988, por Ediciones Siruela.
Pero además seguía siendo un controvertido y notable merecedor del Premio Nobel de Literatura, cuyas Obras completas (Emecé, 1974), “un grueso volumen único encuadernado y en papel biblia” (que dedicó a su madre y que ella conservaría en la cabecera de su cama hasta el día de su muerte), aún estaban en el candelero del mundanal orbe.
Y quizá por el hecho de que Sábato fue su juvenil lector, años antes de conocerlo en persona durante ciertas tertulias que en los años 40 se sucedían en la casa de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, Borges, ciego desde 1955 (el año que comenzó a dirigir la Biblioteca Nacional de Buenos Aires –lo hizo hasta 1973 al jubilarse tras el retorno del peronismo al poder), resulta el personaje central, ante el que no obstante Sábato defiende sus opiniones, sus discrepancias y sus ideas.
Y si Borges y Sábato (en Latinoamérica, en Europa y en Estados Unidos) suscitaron expectativa por lo que pudieran decir y opinar de un modo más o menos espontáneo, el producto (el show business intelectual) no es muy favorable. Borges, por ejemplo, es mucho más luminoso, profundo y erudito en otros inolvidables coloquios; por ejemplo: Borges el memorioso (FCE, 1982), conversaciones con Antonio Carrizo; Borges, sus días y su tiempo (Ediciones B, 1984), entrevistas con María Esther Vázquez, que ella aumentó en 2001 para Punto de lectura; Diálogos (Seix Barral, 1992), charlas con Osvaldo Ferrari; las conferencias de Borges oral (Emecé/Universidad de Belgrano, 1979) y las ponencias de Siete noches (FCE, 1980), por citar algo. Pero en los presentes Diálogos resulta más bien vago y simplón.
Y lo mismo puede decirse de Ernesto Sábato, quien antes de postular, como categoría filosófica de café, que “Sócrates era un filósofo de café”, observa: “aquí siempre hay un argentino dispuesto a opinar y resolver cualquier tema universal desde una mesa de café. Los griegos era muy parecidos a nosotros”.
Borges, cafetero, está de acuerdo. Y ante esto y frente al conjunto de los presentes Diálogos, se puede decir que no son más que una serie de divagaciones misceláneas, sintéticas y menores, de café, de un día gélido y gris, en las cuales, si bien no faltan los aforismos, las frases ingeniosas, los fragmentos librescos, los versos, las anécdotas, las alusiones autobiográficas, las bromas e ironías, abundan más las diferencias, que las coincidencias, siempre dichas rápida y superficialmente, en torno a un buen número de consabidos y recurrentes temas sacados de la manga y del sombrero de copa, tales como el Martín Fierro, el Quijote, el tango, la música, la filosofía, Dios, el catolicismo, la identidad argentina y la latinoamericana, la creación del cuento y de la novela, el suicidio, las ciudades, el plagio, la traducción, los diccionarios, el castellano, la Academia Argentina, la muerte, los sueños y las pesadillas, entre otros más.
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Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, Diálogos (“Compaginados por Orlando Barone”). Emecé Editores, 5ª impresión. Buenos Aires, agosto de 1996. 178 pp.
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