He ahí a Marcel Proust convirtiendo su vida en arte. Esta vez durante una de sus largas estancias estivales en Combray; de donde salió este En busca del tiempo perdido. Proust (Francia, 1871-1922) desplegó en palabras el teatro de la vida con un sinnúmero de situaciones y personajes que entran y salen de su casa y de su vida y de la vida; mientras él se empeña en combatir lo corriente, incluso en los días más calurosos. Sigue allí, retratando el adiós de una época y la manera impercentible e inevitable como llega otra. Como un río que baja impetuoso y de repente se topa con otro más soberbio que lo absorbe en una sola corriente primero revoltosa y luego mansa. Pero hoy he preferido detenerme en este Veranos literarios en el cuándo, cómo y dónde leía quien habría de cambiar la literatura del siglo XX. Dejemos a un lado los recuerdos, evocaciones, cotilleos, reflexiones, descripciones y estéticas sobre las que tanto se habla de este clásico de Proust y asomémonos en su mundo más literario, porque donde realmente vivía era en esas páginas de libros ajenos y en las que luego escribía. Ahí sigue, en su habitación en penumbra, protegiéndose de un sol rabioso, con un libro en las manos. No esperemos más y veamos qué hace:
"Aquel oscuro frescor de mi cuarto era al pleno sol de la calle lo que la sombra al rayo, es decir tan luminosa como él, y ofrecía a mi imaginación el espectáculo total del verano, del que mis sentidos, si hubiese salido a pasear, sólo habría podido disfrutar de modo fragmentario; y de esta manera se acomodaba bien a mi reposo que (gracias a las aventuras narradas en mis libros, capaces de estremecerlo) soportaba, como el reposo de una mano inmóvil en medio de una corriente de agua, el choque y la animación de un torrente de actividad.
Pero la abuela, incluso si el tiempo demasiado caluroso se había estropeado, si había sobrevivido una tormenta o simplemente un chaparrón, venía a suplicarme que saliera. Y no queriendo renunciar a mi lectura, iba por lo menos a proseguirla en el jardín, bajo el castaño, en una pequeña garita de esparto y tela en cuyo fondo me sentaba y me creía oculto a los ojos de las personas que pudieran venir a visitar a mis padres.
¿Y no era también mi pensamiento una especie de nido en cuyo fondo me sentía sumido, incluso para mirar lo que estaba ocurriendo fuera? Cuando veía un objeto exterior, la conciencia de verlo permanecía entre yo y él, lo ribeteaba con una fina orla espiritual que me impedía tocar nunca directamente su materia; se volatilizaba en cierto modo antes de que yo entrase en contacto con ella, como un cuerpo incandescente, si se le acerca un objeto mojado, no toca su humedad porque siempre va precedido de una zona de evaporación. Era en aquella especie de pantalla esmaltada de diferentes estados, que mientras leía, desplegaba simultáneamente mi conciencia , y que iban de las aspiraciones más profundas escondidas dentro de mí hacia la visión totalmente exterior del horizonte que tenía ante mis ojos desde el fondo del jardín, lo más inmediato, lo más íntimo que había en mí, la palanca siempre en movimiento que gobernaba todo lo demás, era mi creencia en la riqueza filosófica, en la belleza del libro que leía, y mi deseo de apropiármelas, fuera cual fuese el libro. (...)
Después de esta creencia central que, durante mi lectura, ejecutaba incesantes movimientos de dentro afuera hacia el descubrimiento de la verdad, venían las emociones que en mí provocaba la acción en que tomaba parte, porque aquellas tardes contenían más acontecimientos dramáticos de los que suelen ocurrir en toda una vida. Eran los acontecimientos que estaban pasando en el libro que estaba leyendo."