nunca he sido medido y no seré medido jamás.
El viaje que emprendo es eterno (¡que todos me oigan!).
Mis signos son un capote contra la lluvia,
fuertes zapatos y un bastón cortado en el bosque,
en mi silla no sestean los amigos,
no tengo cátedra ni iglesia ni filosofía,
no llevo a ningún hombre a una mesa puesta,
a la biblioteca, a la bolsa, pero a cada uno de vosotros,
hombre o mujer, lo llevo a una cumbre.
Mi brazo izquierdo ciñe tu cintura,
mi derecha señala los continentes y el gran camino.
Ni yo ni ningún otro puede andar por ti ese camino,
eres tú quien debe andarlo.
No queda lejos, está a tu alcance,
quizá estabas en él desde que naciste y no lo has sabido,
quizá esté en todas partes, en mar y en tierra.
Échate tus prendas al hombro, hijo mío, y yo traeré las mías y
apresurémonos,
ciudades prodigiosas y naciones libres nos saldrán al paso.
Si te cansas, dame las dos cargas y apoya tu mano en mi
cadera,
y a su debido tiempo me devolverás el mismo servicio,
porque ya emprendida la marcha nunca descansaremos.
Esta mañana, antes del alba,
subí a una colina para mirar el cielo poblado.
Y le dije a mi alma:
Cuando abarquemos esos mundos, y el
conocimiento y el goce que encierran, ¿estaremos al fin hartos y
satisfechos?
Y mi alma dijo:
No, una vez alcanzados esos mundos proseguiremos
el camino.
Tú también me interrogas y yo te escucho,
contesto que no puedo contestar, tú mismo debes encontrar la
respuesta.
Siéntate un momento, hijo mío,
aquí tienes pan para comer y leche para que bebas,
pero después de haber dormido y haber cambiado de ropa te beso
con el beso del adiós y te abro la puerta para que salgas.
Demasiado tiempo has perdido en sueños deleznables,
ahora te quito la venda de los ojos,
debes acostumbrarte al brillo de la luz y de cada momento de tu
vida.
Demasiado tiempo has vadeado, asido a una tabla en la orilla,
ahora quiero que seas un nadador, que te arrojes al mar, que
reaparezcas, que me hagas una seña, que grites y que agites el
agua con tus cabellos.